¡Illa, illa!

Estos tam-tams que suenan en Madrid, invocando nuestro ser primitivo, que es el de las remontadas. De las dos reacciones posibles después de una gran derrota, admito que prefiero al que se siente capaz de remontar antes que al que encarga un himno a Sabina sobre lo bonito que es palmar. Y esto en sí ya es una respuesta a la pregunta de papá, por qué somos del Madrí. Suponiendo que pueda haber algún niño al que asalte esa duda tan absurda por la que yo encargaría inmediatamente una prueba de paternidad después de aislar al chico con grilletes en el sótano para que no contagiara a los hermanos.

Aun apreciando la épica, incluso la de nivel Cascorro, no acabo de entender la identificación gozosa con las remontadas de la que ayer escribió Jabois. Muy bien, como suele. Su texto recogía un ambiente que se respira estos días en buena parte de la ciudad, la que aún sigue afectada por el triunfo de la esperanza sobre la experiencia, como decía Johnson de los que se casan por segunda vez. Admiro a los que se ilusionan. Incluso a los que son capaces de ver, en un desastre, una oportunidad de prolongar la rapsodia. Supongo que mi amigo Luis Espuny se va a pasar los días hasta el martes entre Patton y Shakespeare, y créanme que deberían dejarlo entrar en el vestuario a hacer una arenga que convertiría a Pacino en Un domingo cualquiera en un teleoperador vendiendo tuppers.

Pero, en estos momentos en los que ninguna lógica explica la euforia, se diría que al madridismo le ocurre lo mismo que al Che, quien, aburrido de ser gobernante y de jugar, vestido de uniforme nostálgico, al golf en La Habana, se fue a la selva boliviana para poder existir metido en problemas. ¡Vivir peligrosamente! ¿Un Madrí d’annunziano? ¿Un Madrí que pide más persas en Termópilas, y que de los cuatro goles que le tapan el sol dice mejor, así jugaremos con sombra? Por eso, a Jabois los cuatro goles marcados por el Borussia Dortmund le parecieron pocos. Él querría que hubiera quedado más alta la cota de heroísmo, como el torero que se pone la medida en la portagayola, y él lo tiene más fácil, porque de toriles no sale Lewandowski.

Los equipos hegemónicos, y el Real Madrid siempre tuvo voluntad de serlo, no cultivan el mito de las remontadas por la sencilla razón de que rara vez necesitan recurrir a ellas. Después de perder en el estadio de San Siro, Xavi Hernández dijo que a su generación le faltaba una gran remontada, y para entonces ya estaban declinando hacia la eutanasia de Munich. Observen que, en Chamartín, las remontadas no se asumieron como parte de la identidad en la época de Di Stéfano, cuya generación no fabricó otra tradición que la de los títulos obtenidos en finales inolvidables. Sino en los años ochenta, cuando un Madrí con un fuerte componente racial iba por ahí sin oler siquiera la copa de Europa, pero pegando tumbos temperamentales contra equipos que no eran precisamente los mejores del continente. A menudo, en cuestiones como el señorío, la hinchada del Madrí parece víctima del personaje que se siente obligada a ser. La gorra castiza de medio lado de los ochenta forma parte de esas servidumbres. Con Mou, íbamos a ingresar en el XXI.

Las noches de goleada fueron soberbias, sin duda. Yo estuve presente en todas, y luego no podía dormir. Pero un Real Madrid dominante, parecido a lo que aspira a ser, jamás tendría que haber llegado a esos trances. Y esto vale para lo de la semana pasada en Dortmund, cuando, a pesar de todas las refundaciones y de todas las palabras empleadas en darles sentido intelectual, el Real Madrid volvió a encajar la goleada de toda la vida en Alemania. La que nos devuelve a Juanito, a la raza, a la mandíbula batiente, al folclor agónico de los cojones. ¿Que esto es estar en nuestra salsa, como dice Jabois? Yo habría preferido jugar a lo grande en Dortmund, jugar de puta madre al fútbol en Dortmund, y convertir la vuelta en un trámite que pudiera aprovecharse para enseñar el estadio a la novia o a un holandés de Erasmus que por la mañana ya estuvo en El Prado. Veo en esto más ideal madridista que en el tam-tam. Minutos molto longos, los de Dortmund.

Dicho esto, ¡a remontar!, qué remedio. Aunque el estadio no sea el de los ochenta, cuando tuvieron lugar esas remontadas que, según un veterano, comenzaban con salivazos en el túnel de vestuarios, ya que las cámaras aún no habían alcanzado esas profundidades. Illa, illa.